El ídolo que bebe sangre by Alex Simmons

El ídolo que bebe sangre by Alex Simmons

autor:Alex Simmons
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Aventuras, Novela
publicado: 2019-03-30T23:00:00+00:00


CAPÍTULO III

La vieja camioneta Chevrolet, renqueante, despidiendo gases por su tubo de escape, trepó trabajosamente por la áspera pendiente, hasta detenerse ante el portalón de la vieja fortaleza. Allí permaneció justo el tiempo para que los centinelas transmitiesen la orden al interior de que la puerta se abriera. En efecto, las dos pesadas hojas giraron quejumbrosamente sobre los enmohecidos goznes, y el vehículo penetró en el amplio espacio abierto que se abría detrás del muro.

Alguien debía haber advertido a los ocupantes del fuerte/ya que tres hombres, dos blancos y un negro, se acercaron a la camioneta que acababa de detenerse.

Sin poder contener la emoción que le embargaba, Ivette saltó ágilmente al suelo, corriendo hacia uno de los blancos.

—Pére!

—O, mon Dieu! Mais… c’est ma filie, ma petite Ivette!

—Sí, soy yo, tu hija, papá —dijo ella, abrazada ya a su padre—. ¡Dios mío! ¡Qué larga ha sido esta espera! Y tú, padre, sin enviarnos noticias.

—Saluda a estos señores, hija.

—Al señor Oburo, le recuerdo, padre. ¿Cómo está usted, señor?

—Perfectamente, pequeña. Éste es el señor Laval.

—Buenos días, señor.

—Buenos días, señorita.

Ivette señaló con el brazo a François, que se mantenía cortésmente apartado del grupo.

—Les presento al señor Termain —dijo la joven—. Es el piloto que debía conducirme hasta aquí. Tuvimos una avería y hubimos de proseguir el camino a pie.

Alain Mervier le cogió por el brazo.

—Vamos adentro, hija. Tienes que descansar… y contarme muchas cosas. ¿Cómo está tu madre?

—Muy enfadada contigo, papá.

Quince minutos más tarde, en uno de los salones del fuerte, sentados todos alrededor de una mesa y habiendo bebido y comido lo que les habían servido, informado ya Alain de lo que ocurría en toda su familia, intervino Nekoé, sonriendo a la muchacha.

—Ha sido usted muy valiente, Ivette. La verdad es que desde hace algún tiempo, no recibimos visitas del exterior, ni las deseamos.

—Algo de ello sé.

—No debe usted culpar a su padre, ya que asumo la responsabilidad absoluta de su estancia aquí y, lo que es más delicado, el no haberse comunicado antes con ustedes. Pero, como intento explicarle, existían razones muy poderosas para obrar de ese modo, aparentemente anómalo.

—Le creo, señor Oburu.

La clara y sincera mirada del negro se ensombreció.

—Todos esperábamos, señorita, su padre entre ellos, que el paso a la independencia de este gran país se haría sin demasiado dolor… Nos hemos equivocado todos, aunque pensábamos que las cosas no iban a ser demasiado sencillas.

»Estábamos dispuestos, hasta alcanzar la mayoría de edad en una independencia recién estrenada, de confiar en nuestros viejos amigos blancos, dividiendo con ellos las riquezas de este país.

»Pero la ambición humana es un cáncer terrible, Ivette. Muchos blancos son buenos y desean sinceramente que recobremos la libertad; otros, por desgracia, están dispuestos a concedernos esa preciosa libertad, pero haciéndonos pagar por ella un alto precio.

Hizo una corta pausa.

—Como le dije antes, estábamos dispuestos a partir con ellos las riquezas, al menos por el momento. No lo han querido. Desean todo. Y por si fuera poco, hay otros que intentan desbancar a los que controlaban esas riquezas. Ya conoce usted el refrán; «A río revuelto, ganancia de pescadores».



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